martes, 30 de abril de 2013

MITOS: EL REY MIDAS


Midas era un reyde Frigia que contaba con innumerables tesoros en su poder. A pesar de ello, era ambiciosoyb siempre estaba deseando más y más bienes materiales. Una vez, se encontró en un bosque a Sileno, dios campestredel cortejo de Dionisio. Sileno, borracho, estaba perdido en bosque, y Midas, después de agasajaralo con guirnaldas de flores y exquisitos platos culinarios, le acompañó a la comitiva de Dionisio. El dios, premiando la amabilidad de Midas y le premió con cualquier premio que pidiese.
Midas no tardó mucho en pensar que regalo podría pedir. Rogó al dios que le diese la cualidad de convertir en oro todo lo que tocase, y este se lo concedió, mientras brindaba gozoso con su copa de vino. Midas, ansioso por comprobar si su nuevo poder funcionaba realmente fue rozando las ramitas de los árboles, y estas se convirtieron en oro, cogía Midas las piedras del camino y las convertía en pepitas de oro. En su viaje, los sirvientes fueron recogiendo todo aquello que convertía en oro, pero pronto esta tarea se hizo muy pesada: Midas convirtió a su caballo en una gran estatua de metal y la cama donde dormía adquirió el mismo carácter, Midas, no obstante, seguía tan feliz como siempre.
Se sentó a desayunar y tomó una rosa entre sus manos para respirar su fragancia. Pero… al tocarla se había convertido en un frío metal. “Tendré que absorber el perfume sin tocarlas, supongo”, pensó desilusionado. Sin reflexionar, se le ocurrió comer un granito de uva, pero casi se quebró una muela por morder la pelotita de oro que cayó en su boca. Con mucho cuidado quiso comer un pedacito de pan, sin embargo estaba tan duro lo que antes había sido blandito y delicioso. Un traguito de vino, quizás… pero al llevar el vaso a la boca se ahogó tragando el oro líquido.
De repente, toda su alegría se transformó en miedo. Justo en ese momento, su querida gatita saltó para sentarse con él, pero al querer acariciarla, quedó como una estatua dura y fría. Midas se puso a llorar: “¿Sentiré solamente cosas frías el resto de mi vida?”, gritaba entre lágrimas. Al sentir el llanto de su padre, Zoe se apresuró para reconfortarlo. Midas quiso detenerla pero al instante una estatua de oro había quedado a su lado. El rey lloraba desconsoladamente.
Finalmente levantó los brazos y suplicó a Dionisio: “¿Oh, Dionisio, no quiero el oro! Ya tenía todo lo que quería. Solo quiero abrazar a mi hija, sentirla reír, tocar y sentir el perfume de mis rosas, acariciar a mi gata y compartir la comida con mis seres queridos. Por favor, ¡quítame esta maldición dorada!” El amable dios Dionisio le susurró al corazón: “Puedes deshacer el toque de oro y devolverle la vida a las estatuas, pero te costará todo el oro de tu reino” y Midas exclamó: “¡Lo que sea! Quiero a la vida no al oro.” Dionisio entonces le recomendó: “Busca la fuente del río Pactulo y lava tus manos. Esta agua y el cambio en tu corazón devolverán la vida a las cosas que con tu codicia transformaste en oro”. Midas corrió al río y se lavó las manos en la fuente, agradecido por esta oportunidad. Se asombró al ver el oro que fluía de sus manos para depositarse en la arena del fondo de la fuente. Rápidamente, llevó una jarra de agua para volcar sobre Zoe y rociar a la gata. Al instante, sonaba en el silencio la risa y la voz musical de Zoe y el ronroneo de la gata. Muy contento y agradecido salió Midas con su hija para buscar más agua del río Pactulo y así poder rociar rápidamente todo lo que brillaba de oro en el palacio.
Gran alegría le proporcionó a Midas el observar que la vitalidad había retornado a su jardín y a su corazón. Aprendió a amar el brillo de la vida en lugar del lustre del oro. Esto lo celebró regalando todas sus posesiones y se fue a vivir al bosque junto con su hija en una cabaña. A partir de lo ocurrido, jamás dejó de disfrutar de la auténtica y verdadera felicidad.